viernes, 5 de noviembre de 2010

El Lutier de la montaña

Una ventana semi abierta de madera y cortinas color beige recogidas, dan paso a los primeros rayos de sol del ardiente verano, visitantes de aquel pequeño taller escondido a pie de montaña. Amanece, la luz toca con puntos brillantes las arrugadas manos de Eliseo (un viejo solitario, artista, músico, artesano de 75 años de edad que construye, repara, restaura violines, violas, violonchelos, guitarras y cuatros tocando desde hace 60 años el violín , alto, de cabello plateado corto, barba larga gris, complexión delgada, tez tostada, ojos grandes y profundos azules). Sus manos con un ritmo suave de arriba hacia abajo y viceversa bailan al compas del ritmo musical del maestro Menuhin, que suena a lo lejos desde el tocadiscos, mezclándose con los sonidos del silbido de los pájaros, de la agitada brisa, del canto de los gallos que como una coreografía hacen que las manos de Eliseo barnizan las curvas laterales de aquel instrumento de cuerdas, que le recuerdan a las caderas de su ex mujer, un violín, que a pocas horas va hacer entregado a María, una niña violinista de 15 años de edad que pertenece a la “Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar”.

Eliseo, una vez terminado de barnizar el instrumento, lo deja secar cerca de la ventana. Se aproxima al servicio, abre el grifo del lavamanos y va limpiando sus manos arrugadas con el agua fría que se desliza sobre ellas, se inclina para lavar su cara y una vez que sube la vista ve a través del espejo hacia la ventana, allí sigiloso, sin vida el violín, sólo brillante y lleno de luz, dispuesto a un nuevo dueño. Sus ojos azules se quedan fijos ante el objeto, su cuerpo inmóvil, tan paralizado como el mismo violín, recuerda como en su juventud con sus dos mejores amigos (que ya han muerto) , Pepe y Juan estaban a las orillas del mar Caribe tocando, el con su violín, Pepe el chelo y Juan el cuatro, instrumentos construidos por ellos mismos, como poetas, músicos y artesanos mezclados con el alma y las fuerzas para hacer la música que hipnotizaban a los transeúntes nativos y turistas que bordeaban el Paseo Colón en Puerto la Cruz en aquellos tranquilos años 50, haciéndose participe, como elementos protagonistas del ocaso, donde las nubes tomaban un color rojizo, debido al ángulo de los rayos del sol, que hacían que la gran bola de fuego se fuese ocultando en el mar, acompañado del mágico violín, chelo y cuatro que reproducían el “Pajarillo” de Loyola.

Suena el timbre, Eliseo cierra el grifo del agua, seca su cara, apaga la luz del servicio, se va hacia el tocadiscos, levanta la aguja, saca el vinilo de Menuhin, lo guarda en su caratula, lo apaga y se acerca a la puerta, con un paso corto y lento que lo caracteriza. Observa por el ojo mágico, y ve que es María, le abre la puerta, la hace pasar y la lleva hasta la ventana para mostrarle el violín recién barnizado que espera para ser nuevamente tocado y producir melodías; pero esta vez por manos más jóvenes.

María agarra el violín, lo levanta hacia la luz, desliza sus manos por la armadura del instrumento, lo huele, se lo coloca entre la barbilla y su hombro y frota el arco, empieza a tocar la “sonata nº 1” de Banch. El violín vuelva a la vida, ya sobrevivió al coma, ha nacido para dar música, bajo el rescate de su salvador, de las manos arrugadas de “EL LUTIER DE LA MONTAÑA”. Eliseo, observa a la pequeña niña, una vez culminado el concierto particular, la aplaude y sin sonreirle. Ella lo mira, ve como en los ojos del lutier aún le quedan una nostalgia, cierta tristeza, que se ven también invadida de una locura inminente. Ella guarda rápidamente el violín en su caja, le entrega unos 10 billetes de 100 a Eliseo, se despide con un beso y un dulce gracias, que sale de sus labios. Cierra la puerta, Eliseo observa como la mesa de madera vieja quedo vacía y ve de lejos fuera de la calle alejarse a María.

Eliseo, ve el reloj de arena que está arriba de la biblioteca, se detiene frente a él, fijo, silencioso ve caer la arena, dándose cuenta de la fugacidad del tiempo y de su vida. Se dirige a la ventana la cierra, corre las cortinas, va al armario, piensa que ya es hora, una vez más es el momento, toma su mochila guarda unos tejanos azules, una camiseta blanca, su pipa, su hierba, su chaqueta, dos libros (“Bestiario y Rayuela de Cortázar”) la foto de su ex mujer Isabel, camina hacia la cocina, abre la despensa guarda en el interior del morral las latas de atún, galletas, pan, abre el frigorífico guarda las gaseosas, botellas de agua apaga la luz, recoge del perchero el jersey negro, una boina negra, toma la caja de madera donde duerme su violín, cierra la puerta y se marcha.

Atraviesa la calle de los Tulipanes, una calle larga, recta, bordeadas de casas de colores, con vecinos que lo saludan desde lejos, sentados tomando sol en los patios exteriores de las casas, huyendo del calor, cotilleando entre ellos. Eliseo, va con su paso lento; pero de pisadas largas y seguras, medio escarbado; pero cabeza alta, con sus gafas retro Ray- Ban, su mochila, su boina, su pipa a media boca, serio, mirando fijamente al final de la calle, donde lo espera la imponente montaña.

Antes de adentrase a la naturaleza, soledad, paz, misterio y locura de la montaña, es interrumpido por doña Maga, quién es la dueña del único chiringuito de la calle Tulipanes, ubicado en toda la entrada del camino hacia el cerro. Ella de estatura pequeña, le llega a la cintura a Eliseo, morena, de ojos pequeños negros, cabello largo plateado, con sombreo a medio lado, zapatillas rojas y vestido a la rodilla floreado de distintos verdes, con unos labios finos de pintalabios rojos, se le planta al frente sin dejarlo pasar para exigirle que le toque a la calle Tulipanes, el violín, antes de su partida a refugiarse en la verde y alta montaña. Eliseo reposado y asentando con la cabeza, sin pronunciar palabra, se detiene, se voltea y ve que detrás de él lo aguarda todos los vecinos desde los más peques hasta lo más ancianos del vecindario. Con su ritmo lento, saca el violón (que tenía casi 5 años sin tocarlo ante un público) y comienza a tocar, tocar y tocar sin parar, entre la fantasía y la realidad del momento, mezcla tonadas propias, inéditas, creadas por él, ritmos suaves, lentos que saltan a rápidos, la locura lo invade, su delgado cuerpo acompaña y baila con el violín, finaliza con “Pajarillo”. Mientras tanto, aun lado Maga, recoge con su sombrero las monedas que dan los vecinos, ella es la representante rudimentaria de Eliseo. Termina la función, luego de 15 minutos de surrealismo musical, de paralizar a los habitantes de la calle, a los gatos, perros, pájaros, las nubes en el cielo, y todo lo que tiene vida en ese lugar, lo despiden con un aplauso sincero y acelerado que hacen que el artista, artesano y poeta sonría, mientras guarda su violín y se da media vuelta para adentrarse a la montaña, donde seguirá siendo el “Lutier de la Montaña”, a su regreso y vuelta una vez más.

Gaby

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